“Ámate a ti mismo”, esa trillada frase que aparece en comerciales de skin care, salud mental y cafeterías.
Un paciente me señaló una vez lo cringe que le resultaba ese lema, avocando que es puro narcisismo. Me dejó pensando, pues cuantas veces no lo predicamos o lo ridiculizamos. De la misma manera, he notado en la práctica clínica que varios me comentan que al empezar tratamiento, otros familiares o amigos a menudo les comentan que están más centrados en ellos mismos, que están siendo egoístas y eso no les gusta.
¿Estoy siendo egoísta?, ¿Hay alguna diferencia?, ¿es lo mismo?, me quedé pensando y le pregunté un día a mi propia analista y de ahí nace una reflexión personal que me gustaría compartir.
En primer lugar, ¿Qué es el narcisismo?, de acuerdo con la corriente psicoanalítica, es un tema muy amplio, que puede abarcar infinidad de páginas, con variedad de teorías e interpretaciones, pero para el caso planteado aquí, el narcisismo invariablemente implica una demanda del otro. A nivel clínico se emplea comúnmente para designar una disposición hacia la afirmación grandiosa de sí mismo, unida al desconocimiento o a la desconsideración del otro (Bernardi, et. Al.).
Freud (1931), se ha referido a ello como esta clase de hombres que se imponen a los otros como personalidades. Reich (1933-1975) como una expresión a través de la arrogancia y de actitudes dominantes.
El narcisismo como una idea de afirmación exagerada de sí que se acompaña de la devaluación de la importancia del otro, es decir, implica que, para el incremento de uno, se tiene que disminuir a otro
Este narcisismo claro que se puede y en varias ocasiones se expresa bajo el lema de amor propio. Sin embargo, parece que el punto de partida radica en una carencia, pues se busca demostrar, y para demostrarse se necesita de un otro, de su demanda. Solo algo que no se posee se tendría [se necesitaría] demostrar, embellecer, que validar o admirar. Parece tratarse de una pantalla, de una máscara, de una falta, de un YO o un ego muy frágil. Parece que el punto de partida radica en una carencia inherente y en un deseo por ser coronado como el victorioso sobre el otro.
Aquí la palabra fundamental recae en la necesidad. Partimos de una carencia del YO. Es como si la construcción del “amor propio” depende invariablemente de ganarle al otro, de depender de la aprobación externa para forjarse en lo interno, pues no se tienen los cimientos fuertes por uno mismo. Cuando no hay cimientos fuertes, se llaman a otros para sostenerlo, ya que fácilmente se puede tambalear.
“A ver si todos se la creen para yo poder creérmela”.
En segundo lugar, ¿qué sería entonces el amor propio?, parece partir de lo interno, no busca su recompensa en el otro, uno hace algo por su deseo y no para llenar algo que falta. Parece partir de una expresión natural del ser, de una autenticidad que, en lugar de requerir la devaluación del otro, busca a final de cuentas, ser compartido. En mi caso, caí en cuenta de ello al descubrir todo lo bonito que me podía dar a mí misma después de una separación dolorosa, y que paralelamente surgía en mí un deseo porque eso se compartiera y expandiera.
Es un proceso también, que no termina, que se va descubriendo y construyendo. Una capacidad de ver la belleza tanto en lo interno como en lo externo, que, en lugar de partir de la carencia y la necesidad, parte del ser y de la consciencia. Es decir, parte del juego, de lo espontáneo, de la expresión del ser. El amor busca expresarse, y se expresa en primera instancia, en nuestro diálogo interno, en cómo me hablo a mí mismo, cómo me trato a mí mismo. Aceptar, tolerar y perdonar incluso las partes desagradables o vergonzosas de mí. Parece ir mucho más allá e involucrar un profundo proceso de reflexión y autoexploración.
Amor propio como un proceso también parece implicar dolor, pues es doloroso saberse a sí mismo, verse en su totalidad, responsabilizarse y tolerar cuando me equivoco. ¿Cómo me hablo cuando hago algo mal?, ¿me castigo?, ¿me humillo?... ¿Tengo la capacidad de verme o escucharme?, ¿qué tanto valido mi mundo interno?
Cuando no se quiere ver esas partes desagradables de uno, esas encuentran su salida en el otro. Es como si estuvieramos destinados a proyectar en otros nuestras partes intolerables, perpetuando el ciclo de sufrimiento. Un maestro una vez me dijo: “Sanadores que no han sanado estas partes las proyectan a otros”, lo desagradable está afuera, yo soy grandioso. Pues el amor se extiende, y se extiende no solo a lo bonito, a lo agradable de uno mismo, sino también a lo desagradable y a la sombra. Siendo un proceso, implica que no se tienen todas las certezas absolutas, ya que, de tenerlas, se tendría muy poco espacio hacia la exploración. Es un proceso de constante descubrimiento que parte de una curiosidad natural espontánea, una chispa que se sale del libreto.
El amor es expansivo, no es rígido. Es flexible, no es limitado. Se conoce en lo desconocido, en la sombra, en la oscuridad, que es cuando puedo prender una veladora y voltearme a ver. El amor abre al autocuidado, a la reflexión, a la empatía, a la comprensión, de uno mismo y del otro, pues uno no puede dar lo que uno no tiene en primer lugar. El narcisismo usa una pantalla de amor para sobrevivir, para servirse a sí mismo, pero no sabe recibir, por el contrario, requiere tomarlo por la fuerza y llenarse.
Al tener que estar contantemente llenándose, es como si uno se llenara de cheetos, papas rellenas de aire que no nutren ni llenan por mucho tiempo, que no perduran y se vuelve a repetir. Se necesita conquistar una ilusión y llenarse de ella, pues no alcanza. El amor, como una buena merienda, que requiere de tiempo y de preparación, se recibe y se da naturalmente, el amor llena tanto que no tiene de otra más que expanderse, compartirse.
Mientras que el narcisismo necesita de otro para ser sostenido y embellecido; el amor propio es un proceso de construcción en lo interno, que brilla, que luce por sí mismo, y que invariablemente se expande, se comparte. El amor parte no de la demanda del otro, sino del conocimiento de uno, de la mirada puesta en el conocimiento total del ser, el amor al no necesitar es libre, es un proceso que requiere de valentía, es genuino, es expansivo.
El amor, a final de cuentas, no es vanidoso, se termina por contagiar. El amor es una fuerza, un vivenciar que se enciende en lo cotidiano volviéndolo trascendental.
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